Con la participación de instituciones y pueblo en general

Un día como el pasado 18 de enero, hace 113 años, nació en Andahuaylas, uno de los personajes culturales más importantes del Perú del siglo XX. José María Arguedas, de una visión prolífica, dedicó su vida a la literatura, docencia, antropología, etnografía, investigación y difusión del folklore, en especial de la música y la danza que tanto le apasionaba. Su vida y obra literaria, sus penas y depresiones, sueños y anhelos; todo ello ha sido materia de estudios alrededor del mundo. Gracias a los libros y al internet, podemos acceder a todo el arsenal bibliográfico para profundizar sobre nuestro ilustre amauta.

Hoy, que aún vivimos la era de la pandemia no termina, nos llama a la reflexión y a la lectura, uno de los cuentos escritos (y poco conocidos) por José María. “La muerte de los Arango”, narra la historia de un pueblo que es azotado casi en su totalidad por la epidemia del tifus. En este cuento, la enfermedad, muerte y desolación contrastan con la inocencia, curiosidad y reflexión de un niño que mientras aprende a leer y escribir en el colegio, también aprende a vivir en un escenario casi apocalíptico. La descripción de los detalles y cada una de las vivencias del niño (quizás sea José María en un mundo paralelo) nos transportan por defecto, hacia el inicio de esta difícil época que nos tocó vivir y que aún no termina. Arguedas no solo fue todo lo que sabemos de él, sino tal vez una especie de profeta en cuyos inacabables escritos siempre podemos encontrar o reflejar nuestra propia y característica realidad, como si se tratara de un universo paralelo al cual podía acceder con la llave de la inspiración, y por supuesto con su pluma y máquina de escribir. Arguedas sigue siendo pues, una vasta fuente de conocimientos que nos permite conocer nuestra identidad hoy y cómo se proyecta de cara al futuro próximo. Aquí un extracto de su cuento “La muerte de los Arango”, a propósito de estos tiempos.

“Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de Sayla, a esta banda en que vivíamos nosotros. A los pocos días empezó a morir la gente. Tras del caballo negro del tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los pequeños puentes. Soldados enviados por la subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, vacío ya, y con algunos cadáveres descomponiéndose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus tierras secas sólo producían calabazas y arbustos de flores y hojas amargas. Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en la escuela. Los pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre que daba a la plaza. Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor, se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela. Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho”.

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